Corruptas e inútiles: el ataque mediático a la universidad
pública y gratuita
Nuria
Yabkowski y Leticia Ríos
Desde el
triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de 2015, y de forma
continua hasta el día de hoy, la universidad pública está siendo atacada
sistemáticamente por los medios concentrados de comunicación. La universidad no
ha sido nunca un tema de la agenda mediática, pero en los últimos meses han
aparecido por lo menos dos docenas de notas en Clarín, La Nación, Perfil e Infobae,
algunas de ellas incluso han sido notas de tapa y editoriales.
Para Clarín,
el eje del ataque es la corrupción de las “universidades K”, poniendo la
etiqueta cual letra escarlata. La letra tiñe todo de sospecha, y se establece
así una primera sentencia contra la universidad como actor político (como si
alguna vez no lo hubiera sido). Para reforzar el efecto estigmatizador, las
notas se concentran en las universidades del Conurbano. Se les critica su
oferta académica, su superposición en el territorio -“predominaron las demandas
de los caciques del Conurbano” dice Roa (Clarín, 25/01/2016)-, su
calidad educativa, la deserción, la tasa de graduación y la calidad de los
profesionales que produce (Roa, Clarín, 24/01/2016). Entonces, no solo
no cumplen su función social de forma proba, sino que encima son corruptas y
clientelares. Son “unidades básicas premium” (Roa, Clarín, 24/01/2016),
“pantalla de lavado”, “aguantaderos que vivían de comisiones por trabajos que
nada tienen que ver con la universidad” (Roa, Clarín, 25/01/2016) y
“refugio de dirigentes de La
Cámpora” (Debesa, Clarín, 5/12/2015).
El aumento de
los fondos para las universidades es denominado “festival”, a tono con la
calificación de “fiesta” a los últimos doce años, en los cuales se ganó en
derechos y en igualdad. La fiesta, el festival, el carnaval: palabras para
denominar el momento de anormalidad y de excepción, el momento en el que los
roles se invierten y se intercambian, pero siempre para volver a la realidad
normal, donde la universidad es solo para algunos y cuenta con un presupuesto
magro que reduce sus funciones al mínimo indispensable.
Los
argumentos para probar su carácter corrupto son varios, pero quisiéramos
destacar uno especialmente. La sospecha se siembra sobre todas aquellas
actividades que, según los que escriben, no se corresponden con la función
natural de la universidad: actividades culturales, audiovisuales, museos,
teatros, editoriales, canales de televisión, etc (Fahsbender, Infobae,
8/01/2016). Destacamos esto para apostar que, si el Estado transfiriera estos mismos
recursos a una empresa privada para realizar estas mismas actividades, estas
sospechas no aparecerían. Entonces es lo público lo que está cuestionado.
Se discute, en segundo lugar, la relación entre el empleo
y el título universitario. La
Nación apela a estadísticas que muestran que consiguen más
trabajo quienes tienen título secundario que quienes tienen título
universitario. Y acuden a “expertos educativos” en la materia que provienen
fundamentalmente del mundo privado (por ejemplo, un CEO de GOOGLE, o miembros
ligados a la cadena de escuelas privadas más grande del mundo). El
vicepresidente de Recursos Humanos de la compañía GOOGLE postula que "los
antecedentes académicos no sirven para nada" y que "las puntuaciones
de los candidatos en los test son inútiles como criterio de contratación",
mientras que Jamie McAuliffe, el presidente de Education for Employement en la GESF afirma que “la mayoría
de los sistemas educativos [universitarios] son educación para el desempleo”
(Vázquez, La Nación,
18/3/2016), y que "la gente que tiene éxito en la universidad es un tipo
de gente específicamente entrenada para tener éxito en ese ambiente”
(Mosqueira, La Nación,
31/01/2016), pero no en el trabajo. En conclusión, la universidad es deficiente
en la formación de mano de obra calificada para un mundo laboral cambiante. Lo
afirma un CEO de GOOGLE, la empresa paradigma del nuevo modelo de producción
siglo XXI.
Sobre esta
base (universidades corruptas e inútiles), La Nación cuestiona el enorme esfuerzo fiscal que significa
financiar a las universidades públicas. Realiza un análisis con un criterio
empresarial costo-beneficio, en el cual el éxito o fracaso universitario se
mide en términos económicos con indicadores de rendimiento anual por
estudiante, presupuesto universitario por graduado, gasto anual invertido por
cada estudiante y gasto total por cada estudiante que se graduó. Por su parte,
el diario Perfil sostiene que el rendimiento académico y pedagógico es bajo,
que el retraso escolar por la prolongación excesiva de las carreras y la tasa
de deserción son muy altas en Argentina, en comparación con otros países (con
sistemas universitarios muy distintos).
Lo que se
cuestiona es, sin rodeos, la gratuidad de la universidad pública (Masoero, La Nación, 3/3/2016). Clarín
acompaña y suma: no solo la gratuidad está en la mira, sino el ingreso
irrestricto. A través de notas de expertos, aseguran que la falta de un examen
de ingreso no estimula el esfuerzo en el estudio, si no estudian se produce la
deserción, y el Estado termina desperdiciando recursos en estudiantes
irresponsables. El ejemplo es Ecuador: la gratuidad de la educación pública
está atada al criterio de responsabilidad académica de los estudiantes
(Guadagni, Clarín, 8/03/2016). Los jóvenes “vegetan” durante años que
podrían utilizar adquiriendo oficios que nuestra sociedad requiere (Zablotsky, Infobae,
10/01/2016). En La Nación
se propone, entonces, cobrar un arancel a los sectores medios y altos. Perfil
también aporta lo suyo y propone una universidad arancelada que proporcione
préstamos que los estudiantes pagarían al egresar, es decir, el modelo chileno
que provocó una de las mayores movilizaciones estudiantiles en mucho tiempo y
que ahora está empezando a cambiar (Popovsky, Perfil, 15/11/2015).
El objetivo
común resulta evidente: el Estado ya no debe responsabilizarse del
financiamiento de la educación superior porque esos recursos se desperdician en
estudiantes irresponsables que no estudian lo suficiente, y por ende no egresan
de las universidades que, además, son corruptas, carecen de calidad educativa y
no forman profesionales para el mundo del trabajo.
Todo esto
solo tiene sentido si la educación superior se considera un privilegio. En
cambio, si se la concibe como derecho, el Estado tiene la responsabilidad
ineludible de garantizarlo y la gratuidad es el piso (no el techo) para un
debate más amplio acerca de las funciones y obligaciones de la universidad para
la sociedad de la que forma parte. El aumento de la inversión en educación
superior, especialmente en aquellos territorios y para aquella población que
tiene la posibilidad de ser primera generación de estudiante universitario,
debe ser festejado y defendido, porque es el camino hacia una sociedad más
igualitaria.1
No se puede dar este debate teniendo en cuenta exclusivamente una
racionalidad instrumental, porque se trata de un debate entre valores. Lo que
les molesta a estos grandes medios concentrados, y a los intereses que
representan, no es la corrupción, ni siquiera la deserción o la calidad educativa.
Lo que molesta es la igualdad.
1 Resultan
contundentes los datos del informe producido recientemente por el CEPECS,
“Estadísticas oficiales educativas sobre Población Universitaria. El proceso de
inclusión social en la educación en la Argentina del Bicentenario”: http://cepecs.org.ar/pdf/novedades/presentacion-universitarios.pdf