jueves, 28 de abril de 2016




 Corruptas e inútiles: el ataque mediático a la universidad pública y gratuita
Nuria Yabkowski y Leticia Ríos
Desde el triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de 2015, y de forma continua hasta el día de hoy, la universidad pública está siendo atacada sistemáticamente por los medios concentrados de comunicación. La universidad no ha sido nunca un tema de la agenda mediática, pero en los últimos meses han aparecido por lo menos dos docenas de notas en Clarín, La Nación, Perfil e Infobae, algunas de ellas incluso han sido notas de tapa y editoriales.
Para Clarín, el eje del ataque es la corrupción de las “universidades K”, poniendo la etiqueta cual letra escarlata. La letra tiñe todo de sospecha, y se establece así una primera sentencia contra la universidad como actor político (como si alguna vez no lo hubiera sido). Para reforzar el efecto estigmatizador, las notas se concentran en las universidades del Conurbano. Se les critica su oferta académica, su superposición en el territorio -“predominaron las demandas de los caciques del Conurbano” dice Roa (Clarín, 25/01/2016)-, su calidad educativa, la deserción, la tasa de graduación y la calidad de los profesionales que produce (Roa, Clarín, 24/01/2016). Entonces, no solo no cumplen su función social de forma proba, sino que encima son corruptas y clientelares. Son “unidades básicas premium” (Roa, Clarín, 24/01/2016), “pantalla de lavado”, “aguantaderos que vivían de comisiones por trabajos que nada tienen que ver con la universidad” (Roa, Clarín, 25/01/2016) y “refugio de dirigentes de La Cámpora” (Debesa, Clarín, 5/12/2015).
El aumento de los fondos para las universidades es denominado “festival”, a tono con la calificación de “fiesta” a los últimos doce años, en los cuales se ganó en derechos y en igualdad. La fiesta, el festival, el carnaval: palabras para denominar el momento de anormalidad y de excepción, el momento en el que los roles se invierten y se intercambian, pero siempre para volver a la realidad normal, donde la universidad es solo para algunos y cuenta con un presupuesto magro que reduce sus funciones al mínimo indispensable. 
Los argumentos para probar su carácter corrupto son varios, pero quisiéramos destacar uno especialmente. La sospecha se siembra sobre todas aquellas actividades que, según los que escriben, no se corresponden con la función natural de la universidad: actividades culturales, audiovisuales, museos, teatros, editoriales, canales de televisión, etc (Fahsbender, Infobae, 8/01/2016). Destacamos esto para apostar que, si el Estado transfiriera estos mismos recursos a una empresa privada para realizar estas mismas actividades, estas sospechas no aparecerían. Entonces es lo público lo que está cuestionado.
Se discute, en segundo lugar, la relación entre el empleo y el título universitario. La Nación apela a estadísticas que muestran que consiguen más trabajo quienes tienen título secundario que quienes tienen título universitario. Y acuden a “expertos educativos” en la materia que provienen fundamentalmente del mundo privado (por ejemplo, un CEO de GOOGLE, o miembros ligados a la cadena de escuelas privadas más grande del mundo). El vicepresidente de Recursos Humanos de la compañía GOOGLE postula que "los antecedentes académicos no sirven para nada" y que "las puntuaciones de los candidatos en los test son inútiles como criterio de contratación", mientras que Jamie McAuliffe, el presidente de Education for Employement en la GESF afirma que “la mayoría de los sistemas educativos [universitarios] son educación para el desempleo” (Vázquez, La Nación, 18/3/2016), y que "la gente que tiene éxito en la universidad es un tipo de gente específicamente entrenada para tener éxito en ese ambiente” (Mosqueira, La Nación, 31/01/2016), pero no en el trabajo. En conclusión, la universidad es deficiente en la formación de mano de obra calificada para un mundo laboral cambiante. Lo afirma un CEO de GOOGLE, la empresa paradigma del nuevo modelo de producción siglo XXI.
Sobre esta base (universidades corruptas e inútiles), La Nación cuestiona el enorme esfuerzo fiscal que significa financiar a las universidades públicas. Realiza un análisis con un criterio empresarial costo-beneficio, en el cual el éxito o fracaso universitario se mide en términos económicos con indicadores de rendimiento anual por estudiante, presupuesto universitario por graduado, gasto anual invertido por cada estudiante y gasto total por cada estudiante que se graduó. Por su parte, el diario Perfil sostiene que el rendimiento académico y pedagógico es bajo, que el retraso escolar por la prolongación excesiva de las carreras y la tasa de deserción son muy altas en Argentina, en comparación con otros países (con sistemas universitarios muy distintos).
Lo que se cuestiona es, sin rodeos, la gratuidad de la universidad pública (Masoero, La Nación, 3/3/2016). Clarín acompaña y suma: no solo la gratuidad está en la mira, sino el ingreso irrestricto. A través de notas de expertos, aseguran que la falta de un examen de ingreso no estimula el esfuerzo en el estudio, si no estudian se produce la deserción, y el Estado termina desperdiciando recursos en estudiantes irresponsables. El ejemplo es Ecuador: la gratuidad de la educación pública está atada al criterio de responsabilidad académica de los estudiantes (Guadagni, Clarín, 8/03/2016). Los jóvenes “vegetan” durante años que podrían utilizar adquiriendo oficios que nuestra sociedad requiere (Zablotsky, Infobae, 10/01/2016). En La Nación se propone, entonces, cobrar un arancel a los sectores medios y altos. Perfil también aporta lo suyo y propone una universidad arancelada que proporcione préstamos que los estudiantes pagarían al egresar, es decir, el modelo chileno que provocó una de las mayores movilizaciones estudiantiles en mucho tiempo y que ahora está empezando a cambiar (Popovsky, Perfil, 15/11/2015).
El objetivo común resulta evidente: el Estado ya no debe responsabilizarse del financiamiento de la educación superior porque esos recursos se desperdician en estudiantes irresponsables que no estudian lo suficiente, y por ende no egresan de las universidades que, además, son corruptas, carecen de calidad educativa y no forman profesionales para el mundo del trabajo.
Todo esto solo tiene sentido si la educación superior se considera un privilegio. En cambio, si se la concibe como derecho, el Estado tiene la responsabilidad ineludible de garantizarlo y la gratuidad es el piso (no el techo) para un debate más amplio acerca de las funciones y obligaciones de la universidad para la sociedad de la que forma parte. El aumento de la inversión en educación superior, especialmente en aquellos territorios y para aquella población que tiene la posibilidad de ser primera generación de estudiante universitario, debe ser festejado y defendido, porque es el camino hacia una sociedad más igualitaria.1 No se puede dar este debate teniendo en cuenta exclusivamente una racionalidad instrumental, porque se trata de un debate entre valores. Lo que les molesta a estos grandes medios concentrados, y a los intereses que representan, no es la corrupción, ni siquiera la deserción o la calidad educativa. Lo que molesta es la igualdad.
1 Resultan contundentes los datos del informe producido recientemente por el CEPECS, “Estadísticas oficiales educativas sobre Población Universitaria. El proceso de inclusión social en la educación en la Argentina del Bicentenario”: http://cepecs.org.ar/pdf/novedades/presentacion-universitarios.pdf